Fascinación ambiental

Primero amar y luego entender

Christian Gilaberte Sánchez
Miembro del equipo de IVATENA

Jugar a perderme era un pasatiempo común en mis días infantiles. El juego era sencillo: consistía en salir caminando, solo o con amigos, por las sendas que se alejan del pueblo en el que hoy vivo para, una vez lo suficientemente lejos de este, caminar a través del monte hasta perder de vista la villa. El objetivo de este juego era también muy simple: regresar a casa.

En aquel momento no era consciente, embriagados mis sentidos por el entusiasmo de una nueva aventura, pero el milagro se estaba obrando tras las bambalinas, aderezado por un bosque mediterráneo de balsámica fragancia. Y es que el campo de mi espíritu estaba siendo amablemente labrado por aquel entorno salvaje, tornando fértil la tierra en la que, más pronto que tarde, caerían las semillas que debían germinar y dar forma al hombre que hoy soy.

Regido por la eterna paradoja que parece ser la vida, al jugar a perderme me encontré, rodeado de romeros y tomillos, arañado por espinos y zarzas, bajo la sombra de quejigos y sabinas, con mis pies en las frías aguas manantiales y mi mirada en la eterna luminaria celeste. El fuego se prendió en mi corazón, y desde entonces solo anhela ser perpetuado y extendido.

Esta es mi historia de amor con la naturaleza, con lo salvaje, con lo genuinamente auténtico. Este amor es el que cautivó al niño, seducido por bellas dríadas, e impulsó su interés por la conservación, la protección, la divulgación y el reconocimiento de los ecosistemas que nos rodean, así como de la propia salud personal y social.

La experiencia prevaleció ante la información intelectual, pues puedo afirmar que ni cien seminarios teóricos sobre educación ambiental ni la lectura de mil libros relativos al tema hubiesen logrado despertar la pasión de aquel niño por conocer su entorno. Ya que, como bien concluyó Plutarco en el siglo I d.C, “la mente no es un recipiente por llenar, sino un fuego por encender”.

Ahora bien, ¿es el exceso de información teórica un límite o, aún peor, un disuasivo durante la infancia en lo que a sensibilización ambiental se refiere? O dicho de otro modo, ¿priorizar la información teórica en detrimento de la inmersión sensorial en plena naturaleza es el camino hacia un mayor y más profundo vínculo con el ecologismo, el conservacionismo y la salud?

Para responder a estas preguntas tan solo es necesario remitirnos a cualquiera de los innumerables estudios realizados al respecto, muchos de ellos recogidos en obras tan aclamadas como “Los últimos niños en el bosque”, de Richard Louv, o “El efecto biofilia”, de Clemens Arvay.

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Al investigar superficialmente sobre el tema, nos encontramos que el contacto regular con entornos naturales durante la infancia disminuye la agresividad, mejora la atención focalizada, el desarrollo cognitivo, el desarrollo psicomotor, la sociabilidad, la propia autoestima, la creatividad y, por si no fuese suficiente, genera una mayor predisposición a un estilo de vida saludable a través del ejercicio y la dieta, entre otros muchos beneficios.

Asimismo, las experiencias infantiles en entornos naturales despiertan el interés por la vida que somos y que nos rodea, construyendo una personalidad en quien las vive, que, en mayor o menor medida, buscará nutrirse de información que amplíe sus horizontes y dé respuestas a las preguntas que naturalmente aparezcan en su mente en relación al medio ambiente.

Es en este momento cuando la información puramente teórica tiene un propósito, como la leña que se incorpora al fuego una vez prendida la hoguera.

Saturar de información a un Ser que requiere de un aprendizaje holístico es un error muy común en nuestra cartesiana sociedad, tan devota de lo metódicamente racional. Este error nos lleva a la parálisis por análisis, bloqueando todo interés natural por aquello que, si bien es urgente y digno de amar, se nos fuerza a aceptar sin un sentido de vinculación profunda. Como si de niños se nos hubiese obligado a vivir en una familia ajena a la propia.

Por ello, se torna de imperiosa necesidad reclamar una infancia silvestre, conectada a la esencia de cada individuo, con acceso libre al paisaje y con la posibilidad de vivir experiencias fuera del sistema y del control establecido en los núcleos urbanos. Vivencias transformativas en las que descubrirse y desarrollarse, en las que compartir y amar, bajo el amparo de una fecunda campiña, de un mosaico de huertas o de la bella floresta peninsular.

Regalémonos una infancia perdida en la que podamos encontrarnos.

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