Aurelio Álvarez Cortez
Hablar del duelo es una cosa y otra muy distinta es vivirlo en las propias carnes. Es lo que le sucedió a Enrique Martínez Lozano, psicoterapeuta, sociólogo y teólogo. En un libro que todavía no se había publicado, pero que ya estaba impreso, reflexionaba sobre las pérdidas y los duelos cuando Ana, su mujer, falleció como consecuencia de un brutal atropello. Esta inesperada y dolorosa pérdida ocurrió en agosto de 2023.
Martínez Lozano comenzó a escribir su propia vivencia en los tres primeros meses tras la muerte de Ana, desde un intolerable desgarro hasta la gratitud vivida como regalo. Recuerdos, sorpresas y enseñanzas cobraron forma de narración que finalmente se materializó en “Cuando muere la persona amada”, recientemente publicado por Desclée De Brouwer.
De esta historia de amor que trasciende la muerte dialogamos con este autor.
-¿Cómo ocurrió la publicación inesperada de este, tu último libro, Enrique?
-Inesperada fue la partida de Ana, como también lo fueron las publicaciones de “Cuando muere la persona amada” y “Pérdidas y comprensión. ¿Cómo vivir los duelos”, en el que colaboró ella, e incluso fue suya la decisión de publicarlo antes que otro que tenía preparado, y que en mi opinión debería haber sido el primero, hasta el punto de que, cuando sucedió el accidente, el libro estaba en imprenta, editado para el 15 de agosto, fecha del accidente, salió a la venta a principios de septiembre.
Esto me dejó un tanto inquieto porque era como si hubiera habido alguna inteligencia, inconsciente para mí y para nosotros, que quisiera prepararme para cómo vivir el duelo.
Quiero decir que, si estábamos trabajando en la primavera del año pasado con Ana sobre pérdidas y duelos, qué lejos estábamos de imaginar que la pérdida sería la suya y que el duelo habría de vivirlo yo. Este fue el origen del libro que me sorprendió por esa sincronicidad.
“Cuando muere la persona amada” recoge todo lo que yo fui viviendo en los tres primeros meses de duelo. Al principio, incluso como una actividad terapéutica, yo escribía prácticamente todos los días. A veces lo hacía en primera persona, qué sentimientos estaba viviendo; a veces, en segunda, como si fuera un diálogo con ella, pero también, casualmente, todo eso terminé de hacerlo el 16 de noviembre, exactamente a los tres meses de su partida.
-Dices que la presencia amorosa de Ana te ha ido reconstruyendo. ¿A partir de qué momento se va dando esa recuperación?
-Por un lado, es algo progresivo y, por otro, tiene un momento puntual, muy concreto y datable en que lo experimento en una forma nítida, casi sin retorno.
En primer lugar, en cuanto al proceso progresivo, de lo único que soy consciente de haber vivido, de una manera advertible por mi parte, fue enorme sentimiento de gratitud. Recuerdo que cuando pedí permiso para entrar en la sala de la UCI para despedirme de ella, que aún respiraba un poco, roto de dolor y llorando inconsolablemente sobre su cuerpo, el sentimiento que más fuerza tomaba en mí era la gratitud. Gratitud por todo lo que había aportado en mi vida, por todo lo que habíamos compartido y convivido, y sobre todo por su amorosidad.
Sin embargo, poco tiempo después empecé a experimentar una sensación de su presencia, habitándome. Y eso fue también algo inesperado. No es que yo fuera buscando a Ana, más allá del fallecimiento. No. Se me regaló esta sensación fuerte, honda, continuada de presencia, incluso localizada en el cuerpo, en la zona del vientre, su rostro con una sonrisa permanente.
Esta presencia fue la que me sostuvo en aquel primer mes, extremadamente duro y doloroso, del que creía que sería muy difícil salir.
Pero dentro de ese proceso progresivo hubo también un punto totalmente datable: el día de mi cumpleaños, el 28 de septiembre, a un mes y medio de la partida de Ana.
Todos los años, Ana, con su humor y amor, me preguntaba: “¿Y este año qué te puedo regalar?”. Así que esta vez me adelanté y la víspera le dije: “Ana, este año necesito mucha serenidad, mucha paz interior para poder anclarme y vivir de una manera lo más constructiva posible, reconstruirme de todo este tsunami en el que me encuentro”.
De este modo me acosté el 27 de septiembre por la tarde y cuando me desperté el 28, por la mañana, el tsunami se había convertido en un mar en calma. Yo desconfié y pensé que era una sensación transitoria, sin embargo, ha perdurado hasta el día de hoy.
Como sé que en el proceso de duelo hay una etapa decisiva que se suele llamar reconstrucción, después de las etapas iniciales de pérdida, de ira, rabia, depresión, llega un punto que el duelo se elabora bien. Hay que pasar del sobrevivir al vivir. Es la reconstrucción.
Y efectivamente, fue esa presencia amorosa de Ana, así sentida y de una forma tan intensa y patente ese 28 de septiembre, que fue el elemento, sin ninguna duda para mí, más poderoso de la reconstrucción.
-Quienes han pasado por esta situación lo primero que piensan es por qué en este momento, “éramos tan felices, teníamos sueños, proyectos”. Esto se terminó, y se enfrentan con la vida. Y tú dices que has aprendido que, ante cualquier conflicto con la vida, el equivocado eres tú.
-Siempre que entramos en lucha con la vida llevamos todas las de perder. Si yo tengo un conflicto con ella quiere decir que estoy mal situado, porque la vida no puede equivocarse.
Yo comprendo que es inevitable, cuando la pérdida es de una persona muy querida y cercana, que se despierte todo tipo de sentimientos: de rebeldía, de protesta, de queja. Es muy humano. Somos seres sintientes, sensibles y esto tiene que aparecer y está bien. Si no se podría sospechar que hay una represión de sentimientos, lo cual es también muy perjudicial.
También comprendo que, según el momento que esté viviendo la persona, no lo puede aceptar y se rebelará visceralmente contra expresiones de este tipo: “la vida no se equivoca”, “todo tiene un porqué”. Hay una etapa, que también pasé por ella, en la que estas palabras me rechinaban mucho y las rechazaba.
Aprendí de mi abuela la frase “lo que viene conviene”… ¿Cómo va a convenir una muerte tan violenta, brutal, que frustraba y truncaba tantísimos proyectos que yo sabía que Ana tenía, y una relación tan profunda y amorosa?…
Sin embargo, cuando va calmándose el dolor más intenso, me hace comprender, aunque esto no mengüe el dolor ni lo evite, que solo tenemos dos lugares desde donde podemos ver la realidad y por tanto lo que nos ocurre.
Un lugar es la mente, el yo, que tiene sus propios planes y que protestará siempre que se sienta frustrado, y otro lugar, más allá de la mente, que no tiene nombre porque los trasciende, donde las cosas se ven radicalmente diferentes.
Es normal, cuando miramos las cosas desde la mente, que es lo mismo que decir desde el yo o desde el ego, al aparecer algo doloroso nos enervemos e instalemos en la rabia, la queja, el lamento, o incluso en la desesperación. ¿Por qué? Porque nuestro yo se rige por un principio totalmente básico: la vida está ahí para responder a mis expectativas, cada vez que esto no sucede, me siento frustrado, con dolor, y entro en guerra con la vida a la que veo que me está haciendo una mala pasada.
En aquellos días recibí muchos correos, muy importantes en aquel proceso, y con frecuencia en ellos se decía: “Es que en esta puta vida…”. Perdón por la palabra. Es verdad que en esos momentos la ves como un enemigo, es normal. Sin embargo, situarte en este lugar para ver la realidad no te lleva muy lejos porque te das cuenta de que esto es inmanejable. Es un lugar erróneo y equivocado. Hay otro lugar.
Cuando somos capaces de ir acallando la mente y comprender, sobre todo, que la vida no es algo que está “ahí” frente a mí, separada de mí, sino que en nuestra identidad más profunda somos vida, desde ese lugar en que yo soy vida veo todo de una manera distinta, absolutamente. Y es ver desde ahí algo tan doloroso como la muerte de una persona muy querida.
No es un atajo para quitar el dolor. El dolor volverá y seguirá haciendo todo su proceso. Entonces, ¿qué es lo que esto quita? Pues el sufrimiento, el que se produce cuando nuestra mente dramatiza, rumia, cavila en torno a lo ocurrido y hace cualquier cosa menos aceptarlo.
Cuando te sitúas desde la vida, te das cuenta de que desde ahí todo tiene un encaje, un sentido, a diferencia de cuando te situabas en el ego. Entonces tu mirada cambia de una forma radical y, por tanto, tu modo de ver y vivir lo ocurrido se modifica también sustancialmente.
-¿También desde este lugar que mencionas puede entenderse que, a partir de lo sucedido, nada será lo mismo, pero todo irá bien?
-Exactamente. En el proceso del duelo el hecho de que nada será lo mismo es una fuente de dolor inmenso.
El otro día estaba en un foro de espiritualidad y gracias a Ana, que seguramente estaba inspirándome, me sentí sereno y todo fue fluyendo. Sin embargo, alguien preguntó precisamente sobre la diferencia entre dolor y sufrimiento y si yo había sentido uno y otro en todo este tiempo.
Contesté honestamente que había sentido de todo, momentos en los que había sentido un dolor limpio, sin más implicación mental, y otros en los que la mente me pudo, con mucho sufrimiento.
En ese instante dije así: “Ahora mismo siento dolor porque estoy echando mucho de menos la presencia de Ana, porque nada será igual y porque físicamente no puedo tocarla”. Y fue decir “físicamente” y brotó un llanto incontrolable, la emoción me pudo y me rompió por dentro. Eso es dolor.
Sin embargo, pasado ese periodo o mirando desde otro lugar, eres consciente de que nada será igual pero todo puede ser mejor. De hecho, estoy viviendo los últimos meses una enorme gratitud siempre hacia Ana, e incluso al proceso por todo lo que este me está aportando y porque se me regala ver la coherencia del conjunto, coherencia que en momentos de dolor puede nublarse, pero que sin embargo está ahí.
Cuando comprendes que no somos el yo separado, que tiene sus planes, que no permite ser frustrado, etcétera, sino vida, más allá de esta forma particular del yo, es vida que se está expresando. Yo soy vida, Ana es vida, tú también, entonces mi encuentro con Ana ahora, metafóricamente, se da en ese lugar más allá de nuestra forma. Claro que el cuerpo y la mente sienten dolor, estará ahí, pero hay una comprensión mayor que permite verlo adecuadamente.
-En el duelo las paradojas se dan cita continuamente. Eso explicaría, también, la no dualidad. Y hablas de la presencia, sentida como carencia o como aliada.
-Como dices, la paradoja se hace muy presente en un proceso de duelo y también en todo lo que somos. El ser humano es un ser paradójico. Reconocemos que en nosotros hay una personalidad, que es el nivel de la mente, del yo y de la forma, y también una identidad que nos define y que es, en último término, lo que realmente somos, esta identidad una y compartida.
Todo lo que vivamos los humanos, según mi punto de vista, estará enmarcado por el signo de la paradoja. En concreto, en el duelo se hace presente de mil maneras, como sentir la presencia como ausencia, es una paradoja, o sentir la presencia como aliada, como aliento.
Sentirla como ausencia es verdad. Por más que yo pueda haber tenido experiencia de ese nivel profundo donde nada muere, aunque muera la forma, el yo, no hace evitar el dolor que produce esa ausencia física. Porque tenemos un cuerpo y una sensibilidad, que tiene sus necesidades; cuando eso se ha truncado aparece el dolor.
Sentir la ausencia de Ana, por ejemplo. Recuerdo que los primeros días algo que me hacía sufrir mucho y que me venía constantemente a la cabeza era este dicho: “Cómo puede ser que vea a Ana en todos los sitios y no la encuentro en ninguno”. Esto era la ausencia, porque todo me recordaba a ella, lo que veía, escuchaba u olía. Antes la casa era un lugar fabuloso de refugio y encuentro; en esos días de agosto y septiembre, para mí, la casa era una losa que caía sobre mi cabeza, un vacío insoportable.
Pero es cierto que cuando se regala esa sensación de presencia sentida, de pronto estás descubriendo que vives tu vida y tu realidad acompañado por ella, nunca solo, desde un lugar mucho más íntimo.
Tuve un mes de octubre muy ocupado, con encuentros y cursos, etcétera, que habíamos programado con tiempo con Ana. Cuando ocurrió su partida estuve pensando en cancelar toda la actividad porque no me encontraba anímicamente disponible para ello. Sin embargo, todo se fue dando y poco a poco empecé a sentir como un impulso interno, un ánimo y hasta motivación para seguir haciéndolo.
Y de pronto me descubrí haciendo todo con ella, y puedo asegurar que en toda mi vida, dedicándome a dar cursos y encuentros, nunca había vivido tanto descanso en una serie continuada de cursos como en ese mes. Era como si hubiera depositado sobre las espaldas de Ana todo el esfuerzo para desarrollar aquello. Y lo viví como un descanso.
Tanto es así que, a día de hoy, cuando empiezo una actividad con un grupo, en las vísperas me encomiendo a Ana y le digo: “Ana, tenemos esta actividad: yo pongo la voz y tú expresas lo que quieras”. Ella fue una excelente pedagoga y sigue desarrollando a través de mí su tarea pedagógica, y la siento como aliada.
-Esto me hace recordar a esa frase que reproduces también: “Cada vez que hago crack, algo dentro hace ¡click!”.
-Un amigo, psicólogo también, me regaló una viñeta donde se ve en una primera imagen la figura de una persona que parece que se rompe con un crack y una segunda en que la persona aparece reconstruyéndose, levantándose, con un click.
Desde el punto de vista psicológico, es vivir las crisis como oportunidad. Toda crisis tiene una parte de desgarro, fractura y dolor, pero al mismo tiempo constituye una invitación al crecimiento en algo.
Esto me recuerda a una de las preguntas que siempre afloraba en los labios de Ana en cuanto teníamos una dificultad: “¿Qué tendré que aprender de esto?”. Esto es querer ver en el crack el click.
-Hablas también de vivir en la consciencia de unidad y no en la de separatividad. ¿Qué la caracteriza? ¿Cómo darnos cuenta de que podemos estar en la consciencia de unidad?
-La consciencia de unidad requiere trascender la mente, el ego, porque la mente, por su propia naturaleza, siempre es separadora. Para pensar, la mente necesita separar. Por eso la dualidad no es que esté en la realidad, en absoluto; la realidad es no dual porque en la realidad, y hoy lo dice hasta la propia ciencia, no puede haber nada separado de nada.
La dualidad la establece la mente, no porque sea algo malo, sino porque la mente tiene ese límite. Necesita separar para pensar y termina creyendo que la realidad es una suma de objetos separados, y se confunde.
Por el contrario, cuando nos situamos en este lugar más allá de la mente, cuando entramos en un silencio de la mente, te das cuenta de que somos diferentes pero nunca separados. Somos diferentes pero somos lo mismo. Esta es la consciencia de unidad, me doy cuenta de que tengo diferencias con respecto a todo lo demás, pero cuando ahondo un poco en lo que realmente soy, soy uno con todo lo que es.
Esto cambia absolutamente la forma de ver todo, las personas y las circunstancias. Y especialmente nos permite captar la clave que marca el giro: la vida no es algo de lo que estoy separado, que tengo y que algún día voy a perder, o que a veces me hace malas jugadas, sino que la vida, cuando silencio la mente, es mi verdadera y auténtica identidad.
-“Tengo mente, soy consciencia”, dices.
-Es ver la mente como una herramienta. Recientemente, en India, un sabio distingue, y creo que es una distinción pedagógica interesante, entre mente funcional y mente pensante.
La primera la tengo como una herramienta muy valiosa, preciosa, para todo aquello que la necesito, y cuando no la necesito, la dejo quieta. Por el contrario, la mente pensante asume el mando y el protagonismo y nos convierte en esclavos de los propios movimientos mentales.
La mente es una fábrica incesante de preocupaciones, problemas y sufrimiento. Es conocido aquel dicho según el cual el 95% de los problemas que nuestra mente teme no ocurrirá nunca. Si yo me reduzco a la mente, no solo tiene esa consecuencia de que me embarco en un sufrimiento inevitable, sino que termino pensando, y este es el error más grave a mi modo de ver, que la mente es mi identidad.
Y esto en Occidente se nos ha subrayado mucho. La definición de Descartes, pienso luego existo, o previamente la definición de Boecio, que repitieron los escolásticos, el hombre es un animal racional. Es decir, la identidad venía definida por la razón o por la mente.
Mi identidad está a salvo de todo lo que pueda ocurrir o lo que la mente pueda pensar.
-Somos como el río que desagua en el mar, el agua dulce se vuelve salada, pierde su nombre y adquiere otra forma, pero sigue siendo agua. Si esta metáfora la interiorizáramos, nos ayudaría un poco.
-Es una metáfora que me gusta mucho para hablar de la no dualidad, como a Ana también le gustaba. Tiene su historia. La más reciente que yo suelo narrar es la de un hombre sabio, José Luis Sampedro. Cuando iba a cumplir 95 años una periodista lo entrevistó para un diario de tirada nacional y le preguntó: “Bueno, José Luis, tenemos una cierta edad… ¿usted tiene miedo a la muerte?”. Y contestó: “Mire, no tengo miedo, entiendo que mi vida ha sido como un río que va triscando por diferentes lugares, algunos fáciles, otros difíciles, y está ya a punto de llegar al mar. Y, de hecho, ya estoy oliendo a sal” (risas).
Es una metáfora muy antigua y quien la desarrolla en un poema precioso es Jalil Yibrán, el autor de “El Profeta”, “El loco”, etcétera, que leía tanto en mi juventud. Dice: “El río, cuando se ve ante el mar, se estremece de miedo”.
Ese es el temor ante la muerte, porque esta forma se acaba. Pero el río mismo es una forma que el agua adopta, no tiene una identidad propia, por eso cuando llega al mar pierde su nombre. En el mar Mediterráneo no encontramos ningún río Ebro. La paradoja preciosa, de la no dualidad, es que justo cuando el río pierde su nombre encuentra su identidad. Se da cuenta de que es agua, lo que siempre ha sido. Su forma de río y su nombre eran solo formas transitorias e impermanentes.
-Y esto nos conduce a la idea de que la muerte es un mito y que la presencia trasciende la forma física.
-Tal cual. Yo sigo echando de menos a Ana, hay días en que la tristeza se hace presente, pero el modo en que se me regala sentir su presencia me hace ver que la muerte es una forma que la vida adopta.
Estamos acostumbrados, por nuestra mente dualizadora, que la muerte es lo contrario de la vida. La mente siempre se maneja con opuestos. No es así, la muerte es lo contrario del nacimiento. La vida, como realidad no dual, no tiene opuesto, igual que el Amor con mayúsculas, no el amor cotidiano que tiene el odio como contrario.
Tanto el nacimiento como la muerte no son nada más que formas que la vida adopta, pero la vida está ahí, permanece, no muere nunca porque no nace nunca tampoco.
El poder experimentar esto, cuando hago silencio y me abro a la presencia de Ana, es sentir que más allá de nuestra forma hay una presencia. Somos vida, más allá de la forma de la muerte.
-Todo se irá dando, en apertura y confianza. No controlamos nada. Aceptación y rendición, que no es resignación, más bien un dinamismo poderoso. Reflexiones tuyas…
-En nuestra historia y nuestro ámbito cultural fácilmente se ha identificado la aceptación con la resignación. “Como ya no puedo hacer nada, me resigno y claudico”. Entonces la aceptación tiene mala prensa porque se hace sinónimo de inactividad, incluso de indolencia, pasividad, pasotismo. La aceptación es radicalmente lo contrario a la resignación. Lo que marca esa diferencia es ese dinamismo.
En la resignación la persona claudica, se hunde, se paraliza, y, por el contrario, en la aceptación la persona se moviliza porque la misma aceptación está dotada de un dinamismo interno que te pone en movimiento para hacer todo lo que esté en tu mano.
El opuesto a la aceptación es la resistencia, el no querer aceptar. La resistencia nace de una conciencia de separatividad: como la vida me ha frustrado, ahora me enfado y lucho contra esto, con lo cual no haré nada más que agravar el sufrimiento.
La aceptación invita a la acción, al compromiso y si quieres incluso la lucha, pero lo hace desde otro lugar, desde la conciencia de unidad. Es decir, me siento de entrada con la vida, acepto lo que hay, lo que ha sucedido, sobre todo porque es irreversible. Y una vez aceptado, noto que en mí se produce una movilización para emprender cualquier acción que esté a mi alcance.
Vivir desde esta conciencia de alineamiento con lo real es fundamental. Porque con la realidad tú puedes tener dos actitudes: enfadarte contra ella o abrazarla. Eso significa aceptar: abrazar lo que hay, luego cambiarás lo que hay que cambiar.
-Cuando te visitan la tristeza, los recuerdos, la añoranza… ¿qué haces?
-Lo que puedo, como hace cualquier persona. Pero, en principio, lo primero que hago es darme cuenta y ver las emociones, en este caso la tristeza. No viene a fastidiarme, a amargarme la vida, sino a darme información, como cualquier emoción que sentimos. La tristeza me dice “tu estado anímico está así y el factor detonante es que estás echando de menos a alguien para ti importante”.
Luego, a partir de ahí, depende en el momento en que esté, las circunstancias. Pero suelo hacer varias cosas. Por un lado, suelo acoger la tristeza como si fuera un niño o niña pequeña, y acogerme con ella. Un movimiento de amor hacia mí y de abrazar la tristeza, diciendo “tienes derecho a estar aquí, me estás informando algo, tienes motivos para hacerte presente, y entonces yo te respeto y acojo. No me enfado contigo, no te quiero reprimir”.
En segundo lugar, tomo consciencia. Renuevo la consciencia de que esa tristeza y mi estado de ánimo es solo un objeto que aparece en mí. Esto en psicología se llama “no reducirse”. Es decir, en mí hay tristeza, pero yo no soy tristeza, la tristeza es un objeto del que puedo darme cuenta de que está delimitado, puedo acogerla, en la consciencia de que yo soy infinitamente más que la tristeza.
Esto permite ubicarme en ese buen lugar donde, dejándome sentir la tristeza y el dolor que conlleva, los vivo de manera diferente.
Y sí, si me lleva a llorar, lloro con toda tranquilidad y todo gusto. He descubierto que, en este proceso, cuando lloras algo que te duele o simplemente dejas sentir el dolor, si tu mente no añade historias que lo complican y está quieta, no dura más de quince minutos. Luego volverá en otro momento, pero en quince minutos lo evacuas, y notas que lo has evacuado porque sientes descanso interno, una serenidad interior.
-Sin duda, el proceso de duelo es una mirada al espejo de uno mismo, con respecto a nuestra propia vulnerabilidad. Y tú señalas que esa vulnerabilidad es una puerta a la compasión.
-Así es. Creo que no hay nada que humanice más al ser humano que el reconocimiento y aceptación de la propia vulnerabilidad. Porque es lo que somos. En nuestra forma somos súper vulnerables, de principio a fin, ante cualquier cosa.
Nuestro problema es que hemos visto a la vulnerabilidad como enemigo, entonces nos hemos querido blindar frente a ella porque nos hacía sentir débiles, inseguros, porque la hemos asociado al sufrimiento.
Pero, claro, al endurecerme frente a la vulnerabilidad, me endurezco frente a todo, también frente a los demás. Por el contrario, cuando la acepto y la reconozco en mí, me estoy humanizando. La vulnerabilidad me humaniza. Y al mismo tiempo me hace mejor persona porque me hace conectar con la vulnerabilidad ajena, entonces desarrollo la empatía y la compasión.
Cuando veo vulnerabilidad fuera, igual que cuando la veo en mí, al haberla abrazado en mí, tiendo a abrazar la de los demás.
Hace unas semanas me escribe una mujer francesa, psiquiatra, joven aún, con una historia muy dolorosa de pérdidas de todo tipo, que me dice hacia el final: “Sin embargo, después de todo lo que he pasado, doy gracias porque veo que el dolor me ha humanizado y también me ha transformado por dentro. No sé si sabes que en francés utilizamos dos palabras que solo se diferencian en una letra: una es douleur, dolor, y la otra, douceur, dulzor o dulzura, cambian la “l” por la “c”. Es una metáfora que en mí he experimentado. Aquel dolor que me parecía insoportable me hace una persona dulce”. Eso es precioso.
-El acompañamiento de otros, que acoge lo que sucede tal y como está, con una presencia de calidad, dices que es de vital importancia. ¿En qué consiste?
-Tal como la he vivido y la vivo como un regalo, porque han sido muchas las personas que me han acompañado con esa presencia de calidad, y que las primeras semanas fueron un gran bálsamo para la herida que se había abierto, la presencia de calidad es aquella sobre todo respetuosa y al mismo tiempo incondicional.
Sabes que hay alguien que está ahí, que además te ha expresado que puedes contar con él de manera inequívoca siempre que necesites, pero al mismo tiempo respeta tu propio proceso. Es lo contrario a, por ejemplo, dar consejos, a decir al otro cómo se tiene que sentir, qué debe hacer.
En ese sentido me parece que es el mayor regalo que podemos dar y recibir. Cuando doy un regalo puedo o no acertar, porque quizá con la mejor intención hacia quien está sufriendo puedo decir algo, pero no lo recibe bien.
Sin embargo, ofrecer una presencia de calidad siempre hace bien y puede posibilitar que la persona se abra más, pregunte más o pida más lo que ella desee.
Tengo la suerte impagable de contar con una red de amigos, como dicen en Argentina, de fierro, incondicionales, y recibí de ellos esa presencia de calidad.
-Lo que permanece es el amor y ese amor, encarnado en lo que fue la misión de Ana, se tradujo, en tus palabras, Enrique, hacer de ti una mejor persona… Y puede sentirse que sigue haciéndolo.
-Sin ninguna duda. Yo a veces me sorprendo. En algún momento un poco difícil para mí, conectarme con su presencia, con su sonrisa, hace que brote una sonrisa también en mi rostro, recibiendo un mensaje que siempre va en la línea de ser buena gente, buena persona.
Es un regalo de una presencia compartida que, gracias a la transparencia, compartíamos todo, podíamos hablar de todo. Es un regalo que, sin pretenderlo, forzosamente te hace mejor persona. Y eso continúa, ciertamente.
Enrique Martínez Lozano está comprometido en la tarea de articular psicología y espiritualidad. Su trabajo asume y desarrolla la teoría transpersonal y el modelo no dual de cognición.
🠋 Aquí puedes ver la entrevista completa en nuestro canal de Youtube.