La tradición zen en el ajedrez

El juego que es una danza de piezas, buscando armonizar el yang con el yin

Habitualmente, en los textos sobre el zen se hace especial referencia a la arquería y las artes marciales; rara vez se encuentra en ellos alguna alusión al ajedrez.

Sin embargo, este reconocido “juego ciencia”, originado en tiempos remotos en la India, quizá se presta –más que ninguna otra práctica– a la obtención de un estado tal de consciencia que permite experimentar el punto intermedio entre el yo y el no-yo: el satori.

Mientras que en la meditación normal demanda mucha práctica llegar a ese punto porque la mente tiende la dispersión, atendiendo a otros pensamientos, en el deporte la disposición interior se presta más a olvidar las preocupaciones y centrarse en lo que se hace, dejando de lado otras ideas.

El ajedrez presenta la gran ventaja de que el jugador debe mantener una alta concentración, con olvido absoluto del cuerpo y de aquello que lo rodea.

Por otra parte, genera una necesidad de creatividad constante, pues cada posición es distinta y ofrece variaciones infinitas.

El razonamiento es abstracto, absolutamente mentalizado, y más que razonamiento metódico, es la permanencia en un estado latente de atención en el que aparece, de repente, la jugada a realizar.

La abstracción es tan grande que el contrincante prácticamente desaparece, jugándose contra la posición, contra el tablero.

Precisamente, el tablero es un mandala. De forma cuadrada, con 64 casilleros en colores blanco y negro (yang y yin), en una disposición simétrica, con alternancia de uno y otro color.

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Las piezas, también en blanco y negro, se entrecruzan sobre los casilleros, llevando el yang al yin y viceversa.

Más que un adversario, el contrincante es un colaborador: permitirá con su accionar construir el tejido que pueda conducir a ese estado intermedio entre el yo y el no-yo.

El juego es una danza de piezas que busca armonizar, coordinar el yang con el yin. Como un corriente pendular, primero mueve el blanco y luego el negro, y así sucesivamente (eternamente).

Sin términos temporales, una partida puede durar semanas, creando y con dos espíritus que vibran siguiendo el ritmo del juego. Una partida puede suspenderse y reanudar en cualquier momento a posteriori.

Cada jugador observa el tablero “con ojos blandos”, el cuerpo relajado y la mente en blanco. La respiración, profunda, se hace cada vez más lenta y reposada. Frecuentemente se produce un ritmo de no más de dos respiraciones por minuto.

En tales condiciones no se es consciente del cuerpo. No hay voliciones ni emociones. Y súbitamente el jugador “sabe” qué movimiento hacer.

Cada ataque (yang) ocasiona una debilidad o repliegue (yin). Bien conducidas las piezas, la partida terminará en tablas.

En el caso de que un jugador no logre mantener su armonización energética en el mismo nivel que su contrario, probablemente hará jugadas que lo llevarán a la derrota. Y si esto ocurre, la partida se suspende a las pocas jugadas, de común acuerdo, sin importar un resultado final.

Todo esto fue el objetivo del ajedrez en el momento de su invención. Pero en Occidente se alteró con la incorporación del reloj, el control del tiempo, también las anotaciones de las jugadas (que originalmente no se permitían), así como la teoría de las aperturas, su memorización, la teoría de los finales, las celadas, etcétera.

Mientras tanto, quienes se interesan en las tradiciones del ajedrez lo usan como método para lograr algo mucho más importante que ser campeón: ser una persona realizada.



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Stanislav Kondratiev
de Unsplash