María Martín-Maestro
La pregunta “¿quién soy?” refleja que en algún momento de nuestro desarrollo dejamos de sentir la conexión interna con nuestro mundo experiencial de sensaciones, emociones, anhelos, fantasías e ilusiones para quizás perdernos en el de algún otro.
Precisamente, en “¿Quién soy? De la disociación a la integración”, publicado por Desclée De Brouwer, Mario C. Salvador, psicólogo, y Peter Bourquin, terapeuta de enfoque humanista, tratan dicho mecanismo de desconexión originados por episodios traumáticos y los trastornos caracterizados por el fallo en la organización integrada de la memoria, la identidad, la percepción y la consciencia.
Le preguntamos a Bourquin qué es la disociación, a lo que responde: “Es una capacidad que todos tenemos de desconectarnos de nuestro cuerpo y del momento presente” en cuestiones cotidianas, “como cuando estamos absortos leyendo un libro, pero también puede ser aguda y crónica como consecuencia de un trauma sufrido”.
Salvador profundiza el concepto y expresa que “la disociación implica separar o fragmentar también aspectos somatosensoriales de nuestra experiencia: podemos separarnos de las emociones (lloro, pero no sé por qué), desconectarnos de las sensaciones físicas, e incluso de conductas que no sentimos como propias”.
Lo preocupante es que “hemos creado una cultura disociada, pero como todos vivimos en ella hemos normalizado muchos mecanismos que en una vida natural no lo serían; la medicina es un ejemplo, desde los tiempos de Descartes se separó la mente del cuerpo”.
Una herramienta especialmente útil para el tratamiento terapéutico es la denominada topografía del yo. “Es un modelo descriptivo de cómo organizamos los mecanismos de autorregulación que evitan al otro (mecanismos de defensa) y propone un enfoque relacional para intervenir en ellos y ayudar a restaurar tanto la conexión con el mundo interno herido como la conexión social”, dice Salvador.
Por lo tanto, agrega Bourquin, “entender nuestra estructura interna y cómo se organiza o puede volverse disfuncional es muy útil para saber cómo cuidarnos y relacionarnos de forma compasiva con nuestras partes internas, especialmente con las que más nos cuestan”.
Sobre el trauma, expresan que “es un recurso de supervivencia que nos ayudó a seguir adelante cuando experimentamos un dolor desbordante y no había nadie como apoyo” y que “una experiencia traumática se da en una situación de peligro de la cual no hay escapatoria“.
En tal situación el cuerpo está expuesto al peligro, pero ya no estamos allí o no lo sentimos. “Estas experiencias se evitan y se disocian después, ya que evocan unas sensaciones de estar con miedo, indefenso, paralizado, etcétera”, agregan. Y el problema es que luego “se convierte en un mecanismo o hábito de manejo de las emociones, dejándolas apartadas de nuestro funcionamiento consciente e impidiendo la integración y metabolización”.

Para reconocer si estamos en estado disociativo, un indicador es que “hay una incoherencia entre el sentir, pensar y actuar con la situación real del presente. Es una forma de ausencia que hace que uno no esté en contacto con el momento real, sino con un estado interno del pasado, que puede ser un recuerdo tanto consciente como inconsciente; o, al contrario, una ausencia del momento porque uno está intentando prever y controlar un futuro imaginado”, afirma Bourquin.
Salvador añade: “Otras manifestaciones de disociación son más comunes: las personas muestran su lado racional, pero mantienen sus emociones fuera de la relación, la persona vive la vida en piloto automático sin plantearse lo que necesita o le gusta, o bien se manifiesta como emociones explosivas e intrusivas que no son proporcionadas a la situación actual”.
Al destacar que “normalmente se requiere la ayuda de alguien experto que sepa ver e intervenir sobre el fenómeno”, señalan que “nos curamos en relaciones seguras y empáticas que sepan ver y sostener lo que otros no han sabido”.
Como “vivimos en una sociedad traumatizada, y una consecuencia es la negación del trauma y sus consecuencias”, prosiguen, “a este nivel la disociación es un hábito tan aceptado y frecuente, que cuesta tomar consciencia de ella”. Es decir, vivimos la mayoría separados de nuestro cuerpo, como una cosa que tenemos en lugar de serlo.
De ahí que cuando entramos en un bar, “lo primero con que te encuentras es una o varias pantallas de tele, acompañadas con otro canal de radio. Tienes que disociarte de todo ello para no volverte loco. Está tan normalizado que no parece lo que es: una función de supervivencia”, advierten.
Y debido a que “los terapeutas formamos parte del mismo sistema enfermo -aclara Salvador-, debemos estar bien integrados y tener la suficiente presencia y coraje para acceder al dolor y sostenerlo”.
¿La disociación se puede prevenir?
Si bien “la mayoría de nuestras heridas son de nuestra infancia y adolescencia, cuando fuimos más indefensos y vulnerables”, la disociación “no es un proceso automático, sino que requiere un compromiso con uno mismo y desarrollar un observador interno. Esta capacidad se suele expresar hoy como mindfulness. Sin estos elementos, la disociación y fragmentación interna solo van en aumento”, alerta Bourquin.
Asimismo, una forma de prevenirla, expresa Salvador, es “crear en los ambientes educativos, sean la familia, la escuela o cualquier otro, espacios para la reflexión. La reflexión es la capacidad de volverse sobre uno mismo, observar los propios procesos internos y poder compartirlos con otros que los escuchen y reciban con respeto y amabilidad. Esto ayudaría a no tener que separarnos de aspectos de nuestra experiencia porque no son bien recibidos o aceptados por el entorno social. En nuestra cultura, por ejemplo, se ha dicho a los varones que tienen que ser fuertes, que llorar es debilidad. Esto contribuye a disociar nuestras emociones”.
Por último, advierte que “hemos de poner en consciencia el trauma como un dolor enterrado o un grito silenciado y darle espacio y voz. De otra manera seguiremos alimentando una sociedad enajenada cuyos individuos han perdido la capacidad de autorregulación y recuperación de la homeostasis (bienestar)”.
Y concluye: “Los malestares de nuestra cultura están siendo abordados con mayor consumo de fármacos (incluso para procesos naturales como el dormir), adicciones (drogas, sexo, tecnología, trabajo), violencia, soledad e individuos desconectados. Los mamíferos humanos somos seres de tribu, nos criamos y curamos en una tribu que nos apoye y sostenga. Estamos perdiendo esto”.