Emilio Carrillo
Los Yoga-Sutras de Patanjali, milenaria obra de la que beben todas las escuelas de Yoga hoy existentes, plantean tres etapas del denominado Yoga superior: dharana, dhyana y samadhi (concentración, contemplación y fusión con la Realidad). Y más que técnicas diferentes, las tres forman parte de un proceso más amplio: la meditación (samyama). Pueden verse como tres grados diferentes en esa búsqueda interior que es la meditación, del mismo modo que el hielo, el agua y el vapor representan los tres estados diferentes del “H2O”: el hielo (sólido) se transforma en agua (liquido) cuando la temperatura sobrepasa los cero grados, y el agua se transforma en vapor (gaseoso) cuando sobrepasa los cien grados. Igualmente, cuando se alcanza cierta intensidad en la concentración aparece la contemplación; y cuando la contemplación alcanza su perfección, su máxima intensidad, bascula hacia el samadhi.
Empezando por la concentración, es el proceso que limita los movimientos de la mente alrededor de un determinado objeto, al que llamamos objeto de la meditación. La palabra objeto se toma en el sentido más amplio: puede ser tanto un algo concreto (una flor, un árbol, el vuelo de un pájaro…) como abstracto (una cualidad, un concepto filosófico…). En la concentración se trata de mantener la mente en estado de observación del objeto elegido.
Es evidente que antes de emprender dicho proceso hay que ser conscientes de los movimientos y turbulencias de la mente: observarlos y constatar hasta qué punto pasa rápidamente de un pensamiento a otro, de un objeto a otro.
De entrada, la observación no es fácil. Los pensamientos son como imágenes de una película proyectadas en una pantalla. La consciencia puede observar dichas imágenes desde el exterior siempre que cese, al menos momentáneamente, nuestra identificación con esos pensamientos. Si tratamos de sentarnos como si estuviéramos en el cine y miramos la película formada por nuestros pensamientos, nos daremos cuenta de que nos dejamos arrastrar rápidamente por uno de ellos, nos sumergimos en él y volvemos a identificamos con él, perdiendo así la actitud de espectador.
Observar tranquilamente ese mecanismo producirá paulatinamente una disminución de la frecuencia y de la longitud de las identificaciones con esos pensamientos que nos abducen en su torbellino.
Cuando se conserva la actitud de espectador durante un cierto tiempo, se puede intentar centrar la mente en un objeto determinado y escoger la película que vamos a ver. Nos daremos cuenta del número de ideas ajenas que todavía invaden la pantalla, pero antes de ponernos tensos para impedirles que entren, es mejor constatar la distracción que provocan, dejarlas pasar prestándoles el menor interés posible y reservar todo el interés hacia los pensamientos que tienen que ver con el objeto de nuestra elección. Así, avanzaremos en el mantenimiento de la mente fija en un objeto, limitando sus movimientos a lo que tiene que ver con él: continúa habiendo movimiento mental, pero está dirigido y centrado en un solo objeto.
La concentración se transforma en contemplación cuando los pensamientos cesan y la observación se hace silenciosa, sin ideas. Disminuyendo progresivamente el movimiento de la mente con la concentración, la contemplación aparece en el preciso momento en el que la película de las ideas se para y sólo queda la observación del objeto, sin comentario, interpretación o valoración de ningún tipo. Entonces, la Realidad del objeto puede empezar a percibirse, esa Realidad velada y deformada por las modificaciones de la mente que interponemos entre la Consciencia y el objeto.
En la concentración las modificaciones de la mente están controladas, pero sigue habiendo movimiento. La contemplación nace de la concentración y, sin embargo, representa un estado completamente diferente con nuevas propiedades. En la concentración se mantiene la relación sujeto-objeto, por lo que aún existe la sensación de separatividad entre ambos. En la contemplación, esta separatividad tiende a desaparecer y el sujeto a fundirse con el objeto.
Cuando la fusión es total, cuando ya no aparece el sentimiento de “yo miro algo externo a mí“, caen las barreras: la Unidad se vive y se produce el samadhi. Es el despertar al nivel más elevado de consciencia. Y cuando el yogi se ha fundido con la Realidad al alcanzar la etapa final del proceso de meditación, vuelve de ese estado completamente transformado. Su visión del mundo, su actitud a cada instante, sus relaciones con los que le rodean se ven transformadas porque él ha tocado la Unidad y la ve por todas partes. Y el criterio de la verdadera meditación está en la transformación de la vida diaria.
Si bien por algún tiempo las últimas etapas del samadhi serán inaccesibles, acercarse a la meditación está al alcance de todos, a condición de que las bases sean lo bastante sólidas y la visión del objetivo lo bastante clara como para adoptar y conservar una actitud adecuada.