Destinados a ser o no ser

Un universo indefinible que depende de un hallazgo que quizá no llegamos a descubrir


Graciela González
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Periodista y escritora

Más allá de los idóneos esfuerzos de cada quien por alcanzar la verdad individual, tengo la real convicción de que los procesos de cambios paradigmáticos están aún en plena actividad de surgimiento.

En la propia búsqueda de la perdurabilidad subyace la capacidad de recordar, abordar, omitir o negar cuanto haya sucedido dentro y fuera de su propia existencia. El humano vive tan comprometido y tan indiferente como puede o como sabe a los más mínimos sucesos que irrumpen para alterar su proyecto cotidiano, tanto como si a largo plazo se tratase; por lo que su conducta puede resultar insospechada al momento de asumir un compromiso plural.

Sociedades esperanzadas, y a la vez frustradas por mesianismos multiculturales, encuentran en las áreas disciplinares de los distintos ámbitos educativos pequeñas luminarias de fe, sin sospechar por un solo instante que en aquellos claustros tampoco ha sobrevivido la inocencia; esa especie de magia y encanto de la infancia con sus certezas de eternidad, de todo es posible o pronto sucederá aquello que tanto anhelas. Por el contrario, se tiene por seguro que nadie nos dejará debajo de la alfombra a la entrada de la casa una carta que diga: “Le hemos traído una dosis de coherencia”, porque es un talento difícil de encontrar; a lo sumo nos podrían dejar una misiva con un pequeño apunte y sin especular ni ahondar acerca del titular del remitente asegurando: “Seguimos solos”.

Y eso, de algún modo, es bueno. Las faltas de acuerdo sobre cómo llegar a conocerse a sí mismo enriquecen el funcionamiento del aparato cognitivo ya que de tantas experiencias que la humanidad ha descripto sobre sus tierras, sus tradiciones, sus sabios ancestros y aun de sus textos, puede obtenerse la información necesaria que al menos indica que la historia responde a una interacción de factores que las jerarquías formativas en educación dieron en llamar “disciplinas académicas”.

Quizá amerita meditar bajo un frondoso árbol las causas y los efectos que una corriente filosófica, historiográfica, psicológica, científica o artística pudo aportar para mitigar el desconcierto que genera saber que somos hijos de la expectativa. Así nos educaron y así lo hemos hecho también con nuestros hijos, discípulos, herederos de la sociedad en general. “Pronto serás esto”, “qué bueno alcanzar lo otro”, “compite que llegarás a ser…”. Y se va la vida de ese modo cuando no se repara en el sentido del tiempo. Vivimos separados de la unidad en nosotros mismos. Cada noche acontece la muerte al acostarnos a dormir y no tomamos mucha conciencia de eso. No hemos aprendido que la paz de la vejez no es una meta, sino parte del camino.

Convencida de la importancia de conocerse a sí mismo, he llegado a comprender que hallar el origen de un pensamiento puede tener tantos vericuetos como el mismo principio del universo porque, más allá de toda disciplina que mostrara interés en explicarlo, se encontraría con que siempre hay un “algo-alguien” que precede a la experiencia. De algún modo, si se quiere, cada pensamiento “estalla” en una coordenada de la mente y provoca incontables sucesos físicos, emocionales, energéticos y tanto más en este aparente recorte del campo vibracional al que llamamos cuerpo físico.

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De un lado y otro de la piel, cual límite divisorio entre los mundos interno y externo, hay un universo indefinible cuyo cosmos como concepto de real equilibrio depende de un hallazgo que quizá de tan próximo a nosotros no llegamos a descubrirlo. Sin embargo, desde la ciencia o desde el peregrinar de gente como quien aquí les escribe, podemos seguir en el intento como portadores de una conciencia que al parecer nos precede y aún prosigue más allá de nuestras formas físicas. Los medios a emplear, que pueden constituirse como herramientas en el camino de tal descubrimiento, difieren según resuene con mayor intensidad para quien opere con ellas.

Encontré hace muchos años una relación directa entre los números y los humanos con correspondencia simple y pura, más allá de estructuras disciplinares; como si se tratara de dos esencias que se explican mutuamente. Cada persona tiene un nombre que lo ubica en una coordenada de espacio y al combinarlo con su natalicio aparece un diagrama del que emerge, lo que podríamos denominar un programa o patrón de tendencias en procesos evolutivos, códigos de frecuencia, inclinaciones vocacionales o modos de participar en las relaciones vinculares.

Existe un parámetro común a la mayoría de las culturas del planeta que sostiene que el humano vive en una matriz ilusoria, maya o de sueño profundo, por lo que todo camino que pueda conducir al despertar oficiará de servidor. La autoindagación y los números tienen esa virtud, por lo que tarde o temprano llegaremos a saber si hemos venido a ser o a no ser.

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