Había una vez, a menos de mil millas de aquí, un pobre leñador viudo que vivía con su pequeña hija. Todos los días iba a las montañas a cortar leña para hacer fuego, que traía hasta la casa y ataba en haces. Después de tomar el desayuno, caminaba hasta el pueblo más cercano, donde vendía la leña y descansaba un rato antes de regresar. Cierto día, al volver ya tarde a su casa, la niña le dijo:
—Padre, a veces deseo tener mejor comida, más cantidad y diferentes clases de alimentos para comer.
—Muy bien, mi niña —dijo el viejo—. Mañana me levantaré más temprano que de costumbre, iré más lejos en la montaña, donde hay más leña y traeré una cantidad mucho mayor que la habitual. De esta manera, llegaré a casa más temprano, podré atar la leña más pronto, iré al pueblo a venderla para conseguir más dinero, y te traeré toda clase de cosas ricas para comer.
A la mañana siguiente, el leñador se levantó antes del alba y se fue a las montañas. Trabajó duramente cortando leña y, ajustándola, hizo un enorme haz que acarreó sobre su espalda hasta la casita. Cuando llegó, todavía era muy temprano. Puso la carga en el suelo y golpeó la puerta diciendo:
—Hija, hija, abre la puerta, que tengo hambre y sed, y necesito tomar algún alimento antes de ir al mercado.
Pero la puerta permaneció cerrada. El leñador estaba tan cansado que se acostó en el suelo y pronto se quedó dormido junto al haz de leña. La niña, que había olvidado la conversación de la noche anterior, estaba profundamente dormida en su cama. Cuando el leñador se levantó unas horas después, el sol ya estaba muy alto. Golpeó nuevamente la puerta y dijo:
—¡Hija, hija, ven pronto! Debo comer algo e ir al mercado a vender la leña; pues es mucho más tarde que los otros días.
Como la niña había olvidado aquella conversación de la noche anterior, mientras tanto, se había levantado, había arreglado la casa y había salido a caminar. Dejó la casa cerrada suponiendo, en su olvido, que su padre estaría todavía en el pueblo. Entonces el leñador se dijo:
—Ya es demasiado tarde para ir a la ciudad. Regresaré a las montañas y cortaré otro haz de leña, que traeré a casa y así mañana tendré doble carga para llevar al mercado.
Trabajó duro ese día en las montañas cortando leña y dándole forma. Ya había anochecido cuando llegó a su casa con la leña sobre los hombros. Puso el haz detrás de la casa, golpeó la puerta y dijo:
—Hija, abre, que estoy cansado y no he comido nada en todo el día. Tengo doble cantidad de leña que espero llevar mañana al mercado. Esta noche tengo que dormir bien para sentirme fuerte.
Pero no hubo respuesta, pues la niña, como sintió mucho sueño al regresar a su casa, se preparó la cena y se fue a la cama. Al principio estuvo preocupada por la ausencia de su padre; pero luego se tranquilizó pensando que se habría quedado a pasar la noche en el pueblo.
Nuevamente el leñador, al ver que no podría entrar en su casa, cansado, hambriento y sediento, se recostó junto a la leña y de inmediato se quedó dormido. Le había resultado imposible permanecer despierto a pesar de la preocupación que tenía por lo que hubiera podido pasarle a su hijita.
Sucedió que el leñador, como tenía tanto frío, tanta hambre y estaba tan cansado, despertó muy, muy temprano a la mañana siguiente, aún antes de que hubiera luz.
Sentándose, miró a su alrededor, pero no pudo ver nada. Entonces ocurrió algo extraño, le pareció oír una voz que decía: “¡Rápido, rápido, deja tu leña y ven aquí! Si lo necesitas mucho y lo deseas poco, tendrás una comida deliciosa”. El leñador se puso en pie y caminó en la dirección de donde provenía la voz. Anduvo, anduvo y anduvo, pero no encontró nada.
Entonces sintió más cansancio, frío y hambre que antes, y para colmo se había perdido. Había tenido muchas esperanzas, pero eso no parecía haberle ayudado. Ahora se sentía triste, con ganas de llorar. Pero se dio cuenta de que llorar tampoco le ayudaría, así que se acostó y se quedó dormido. Muy poco después despertó nuevamente: tenía demasiado frío y hambre para poder dormir. Se le ocurrió relatarse a sí mismo, como si fuera un cuento, todo lo que le había ocurrido desde que su hija le dijera que deseaba una comida diferente.
En cuanto terminó su historia, le pareció oír otra voz desde algún lugar por encima suyo, como saliendo del amanecer, que decía:
—Viejo hombre, viejo hombre, ¿qué estás haciendo aquí sentado?
—Estoy contándome mi propia historia —respondió el leñador.
—¿Y cuál es? —preguntó la voz. El leñador repitió su narración.
—Muy bien —dijo la voz cuando acabó. A continuación, le indicó que cerrara los ojos y subiera un escalón.
—Pero yo no veo ningún escalón —dijo el viejo.
—No importa, haz lo que te digo —ordenó la voz.
El hombre hizo lo que se le indicaba. Tan pronto como hubo cerrado los ojos, descubrió que estaba de pie, y levantando el pie derecho, sintió que había algo como un escalón debajo de él.
Comenzó a subir lo que parecía ser una escalera. De repente los escalones empezaron a moverse; se movían muy rápidamente, y la voz le dijo:
—No abras los ojos hasta que yo te lo indique.
No había transcurrido mucho tiempo, cuando le dijo que los abriera. Al hacerlo, se encontró en un lugar que parecía un desierto, con un sol abrasador sobre él. Estaba rodeado de cantidades y cantidades de pequeñas piedras de todas clases (rojas, verdes, azules y blancas), pero parecía estar solo; miró a su alrededor y no pudo ver a nadie. Entonces la voz comenzó a hablar de nuevo:
—Toma todas las piedras que puedas, cierra los ojos y baja nuevamente los escalones.
El leñador hizo lo que se le decía, y cuando volvió a abrir los ojos por orden de la voz, se encontró delante de la puerta de su propia casa. Llamó a la puerta y su hija le abrió. La niña le preguntó dónde había estado y el padre le contó todo lo ocurrido; aunque la pequeña apenas entendía lo que decía, porque todo le sonaba muy confuso. La pequeña y su padre entraron en la casa y compartieron el último alimento que les quedaba: un puñado de dátiles secos. Cuando terminaron, el leñador creyó oír nuevamente la voz, una voz como la que le había dicho que subiera los escalones.
La voz dijo: “Aunque quizá tú aún no lo sepas, has sido salvado por Mushkil Gusha. Recuerda: Mushkil Gusha siempre está aquí. Asegúrate de que todos los jueves en la noche comerás unos dátiles, darás otros a alguna persona necesitada y contarás la historia de Mushkil Gusha. De no ser así, harás un regalo en su nombre a alguien que ayude a los necesitados. Asegúrate de que la historia de Mushkil Gusha, nunca jamás sea olvidada. Si tú haces esto, y otro tanto hacen las personas a quienes cuentes esta historia, los que tengan verdadera necesidad siempre encontrarán su camino”.
El leñador puso todas las piedras que había traído del desierto en un rincón de su pequeña casa. Parecían simples piedras y no supo qué hacer con ellas. Al día siguiente, llevó sus dos enormes haces de leña al mercado y los vendió muy fácilmente, a muy buen precio. Al regresar a su casa, llevó a su hija toda clase de exquisitos manjares que hasta entonces jamás había probado. Cuando acabaron de comer, el viejo leñador dijo:
—Ahora voy a contarte toda la historia de Mushkil Gusha. Mushkil Gusha significa “El Disipador de todas las dificultades”. Nuestras dificultades han desaparecido a través de Mushkil Gusha y debemos siempre recordarlo.
Más o menos durante una semana, el hombre siguió como de costumbre. Iba a las montañas, traía leña, comía algo y llevaba la leña al mercado donde la vendía. Siempre encontró un comprador sin dificultad.
Llegó el jueves siguiente y, como es común a todos los hombres, el leñador se olvidó de contar la historia de Mushkil Gusha. Esa noche, ya tarde, se apagó el fuego en casa de los vecinos; y como no tenían nada con qué volver a prenderlo, fueron a la casa del leñador y le dijeron:
—Vecino, vecino, por favor, danos un poco de fuego de esas maravillosas lámparas tuyas que vemos brillar a través de la ventana.
—¿Qué lámparas? —preguntó el leñador.
—Ven afuera y verás —le respondieron.
Al salir, el leñador vio claramente toda clase de luces que brillaban a través de la ventana desde el interior. Entró a la casa, y vio que la luz salía del montón de pequeñas piedras que había dejado en el rincón. Pero los rayos de luz eran fríos y resultaba imposible emplearlos para encender fuego; de modo que salió y les dijo:
— Vecinos, lo lamento, pero no tengo fuego.
Y les cerró la puerta, golpeándola en sus narices. Los vecinos sintiéndose molestos y sorprendidos, regresaron a sus casas refunfuñando. Ellos abandonan aquí nuestra historia.
El leñador y su hija, rápidamente, cubrieron las brillantes luces con cuanto trapo encontraron, por miedo a que alguien viera el tesoro que tenían. A la mañana siguiente, al destapar las piedras, descubrieron que eran preciosas gemas luminosas.
Una por una, fueron llevándolas a las ciudades de los alrededores, donde las vendieron a un enorme precio. Entonces, el leñador resolvió construir un espléndido palacio para él y su hija. Eligieron un lugar emplazado justamente frente al castillo del rey de su país. Poco tiempo después, había tomado forma un maravilloso edificio.
Resulta que ese rey tenía una hija muy bella, la cual, al despertar una mañana, vio un castillo que parecía de cuento de hadas, situado frente al de su padre. Muy sorprendida, preguntó a su servidumbre:
—¿Quién ha construido ese castillo? ¿Con qué derecho hacen algo así tan cerca de nuestro hogar?
Los sirvientes salieron a investigar y, al regresar, contaron a la princesa la historia hasta donde pudieron saberla.
La princesa mandó llamar entonces a la hija del leñador, pues estaba muy enojada; pero cuando las dos niñas se conocieron y hablaron, no tardaron en hacerse buenas amigas. Se encontraban todos los días, e iban juntas a nadar y a jugar a un arroyo que había sido hecho para la princesa por su padre.
Algunos días después del primer encuentro, la princesa se quitó un hermoso y valioso collar, y lo colgó en un árbol próximo al arroyo. Al salir olvidó llevárselo y al llegar a casa, pensó que lo había perdido. Mas la princesa, recapacitando, supuso que la hija del leñador se lo había robado. Así se lo dijo a su padre, quien hizo arrestar al leñador, confiscó el castillo y embargó todos los bienes que le pertenecían. El leñador fue puesto en prisión y su hija internada en un orfanato.
Como era costumbre en ese país, después de un cierto tiempo, el leñador fue sacado de su celda y llevado a la plaza pública, en donde se le encadenó a un poste, con un letrero colgado del cuello, que decía: “Esto es lo que les ocurre a aquellos que roban a los reyes”.
Al principio, la gente se reunía a su alrededor, burlándose de él y tirándole cosas. El leñador se sentía muy desdichado.
Pero, como es común entre los hombres, pronto se acostumbraron a ver al viejo sentado junto al poste, y le prestaban cada vez menos atención. A veces le tiraban restos de comida, a veces no.
Un día escuchó decir a alguien que era jueves por la tarde. Repentinamente, llegó a su mente el pensamiento de que pronto sería la noche de Mushkil Gusha, “el Disipador de todas las dificultades”, que desde hacía tantos días había olvidado conmemorar. Tan pronto como este pensamiento llegó a su mente, un hombre caritativo que pasaba, le arrojó una pequeña moneda.
El leñador le llamó:
—Generoso amigo, me has dado un dinero que para mí no es de ninguna utilidad. Si de alguna manera tu generosidad alcanzara para ir a comprar uno o dos dátiles y venir a sentarte conmigo a comerlos, yo te quedaría eternamente agradecido.
El hombre fue, compró algunos dátiles y se sentaron a comerlos juntos. Al terminar, el leñador le contó la historia de Mushkil Gusha.
—Creo que debes estar loco —le dijo el hombre generoso.
Pero era una persona comprensiva y, a su vez, tenía bastantes dificultades. Al llegar a su casa, después de este incidente, se dio cuenta de que todos sus problemas habían desaparecido. Esto le hizo comenzar a pensar mucho acerca de Mushkil Gusha. Pero él aquí deja nuestra historia.
Precisamente a la mañana siguiente, la princesa volvió al lugar en donde se bañaba y, cuando estaba por entrar en el agua, vio algo que parecía ser su collar en el fondo del arroyo. Pero, en el momento en que se disponía a recogerlo, estornudó, echó hacia atrás la cabeza, y vio que lo que había tomado por su collar, era sólo su reflejo en el agua. El collar estaba colgado de la rama del árbol, en el mismo lugar en que lo había dejado hacía mucho tiempo. Tomándolo, corrió emocionada y contó lo ocurrido al rey.
El rey ordenó que el leñador fuera puesto en libertad, y que se le dieran públicas disculpas. La niña fue sacada del orfanato y todos fueron felices para siempre.
Estos son algunos de los incidentes de la historia de Mushkil Gusha, un cuento muy largo que nunca termina. Tiene muchas formas. Algunas ni siquiera se llaman la historia de Mushkil Gusha, y por eso la gente no las reconoce.
Pero es por causa de Mushkil Gusha por lo que su historia, en cualquiera de sus formas, siempre es recordada por alguien, en algún lugar del mundo, día y noche, donde quiera que haya gente. Así como su historia siempre ha sido relatada, así siempre seguirá siendo contada. ¿Quiere usted repetir la historia de Mushkil Gusha los jueves por la noche y ayudar así al trabajo de Mushkil Gusha?