Pedro Cano Sanz
Como expresa Deepak Chopra, “decir que las coincidencias son mensajes codificados provenientes de la inteligencia no circunscrita plantea a la vida como una novela de misterio”. Después de todo, la vida es el misterio más grande que existe para los humanos. En efecto, el destino nos parece hallarse velado y recién cuando finalizan nuestros días en este mundo podemos saber cómo ha sido la experiencia personal.
Sin embargo, al parecer el Universo se vale de ciertos
instrumentos para señalarnos por dónde debería transcurrir aquello que
algunos denominan “viaje del héroe”: las coincidencias, que podemos
llamar también sincronías. Más que un motivo de
entretenida conversación, el momento sincrónico constituye una señal que
indica una intención en la que convergen diversas evidencias, que
podemos llegar a entender o no de inmediato. Cuando ocurre lo primero es
porque la parte más profunda de nuestro ser lo sabe. Así de simple.
Rápidamente se concreta la sintonía y comprendemos la indicación
recibida.
Quienes se muestran escépticos ante tal posibilidad suelen
atribuir estos sucesos a la suerte. Habría que recordarles una frase de Luis Pasteur,
el célebre científico francés cuyos descubrimientos tuvieron enorme
importancia en diversos campos de las ciencias naturales, especialmente
en la química y microbiología. Dijo: “El azar favorece a la mente preparada”.
Tanto la coincidencia (podemos agregar un adjetivo:
“significativa”), como la sincronicidad o la suerte son distintas formas
de nombrar al mismo fenómeno. A través de ellas se expresa la
inteligencia fundamental del Universo y son una oportunidad: la de convertirnos en aquello que en verdad somos en potencia.
El mismo Chopra comparte su propia experiencia, advirtiendo que “podemos ignorar esas señales y seguir adelante o podemos prestarles atención y vivir el milagro que está esperándonos”. He aquí su narración en primera persona:
“Cuando estaba concluyendo mi formación como médico, supe que me
especializaría en neuroendocrinología, el estudio del funcionamiento de
las sustancias químicas del cerebro. Desde entonces sabía que ése es un
lugar donde la ciencia y la conciencia se tocan; quería explorarlo.
Solicité una beca para estudiar con uno de los endocrinólogos más
prominentes del mundo. Este respetado científico estaba realizando
investigaciones dignas del premio Nobel y ansiaba poder aprender de él.
Entre miles de solicitantes, fui uno de los seis elegidos para trabajar
con él, ese año.
“Poco después de que empezamos, percibí que su
laboratorio tenía más que ver con la gratificación del ego que con la
verdadera ciencia. Los técnicos éramos tratados como máquinas y se
esperaba que produjéramos trabajos de investigación en serie, listos
para publicarse. Aquello era tedioso y frustrante. Era terrible y
decepcionante trabajar con alguien tan famoso, tan respetado y sentirse
tan desdichado como me sentía. Había asumido muy ilusionado el puesto,
pero no hacía nada más que inyectar sustancias químicas a las ratas,
todo el día. Cada mañana revisaba la sección de anuncios clasificados
del periódico Boston Globe, consciente de mi desilusión pero pensando
que el camino que estaba siguiendo era el único posible.
“Recuerdo
haber leído un pequeño anuncio de un puesto en la sala de emergencias
de un hospital local. De hecho, cada mañana, cuando abría el periódico,
veía ese pequeño anuncio. Aunque lo hojeara rápidamente, siempre lo
abría en la misma página, en el mismo sitio. Lo veía e inmediatamente lo
sacaba de mi mente. En el fondo me imaginaba a mí mismo trabajando en
esa sala de emergencias y ayudando a las personas en vez de seguir
inyectando ratas, pero mi sueño había sido obtener esa beca con el
renombrado endocrinólogo.
“Un día, ese endocrinólogo me trató de
manera cruel y degradante. Discutimos y salí a la sala de espera para
calmarme. Sobre la mesa estaba el Boston Globe abierto en la página del
pequeño nuncio, ese mismo anuncio que había estado ignorando durante
semanas. La coincidencia era demasiado evidente como para ignorarla.
Todo cayó finalmente en su lugar. Supe que estaba en el lugar equivocado
haciendo las cosas equivocadas. Estaba harto de la rutina, del ego de
ese endocrinólogo, de las ratas, del sentimiento de no estar haciendo lo
que mi corazón quería hacer. Regresé a la oficina y renuncié. El
endocrinólogo me siguió al estacionamiento gritando a los cuatro vientos
que mi carrera estaba acabada, que él se encargaría de que nadie me
contratara.
“Con su voz retumbando todavía en mis oídos, subí a
mi auto, fui directamente a aquella pequeña sala de emergencia, solicité
el puesto y empecé a trabajar ese mismo día. Por primera vez pude
tratar y ayudar a personas que realmente estaban sufriendo; por primera
vez en mucho tiempo me sentí feliz. El anuncio del Boston Globe me había
hecho señas durante semanas, pero las había ignorado. Finalmente me di
cuenta de la coincidencia y pude cambiar mi destino. Aunque parecía que
el trabajo de laboratorio era lo que había deseado toda mi vida, el
hecho de prestar atención a esta coincidencia me permitió romper con mis
patrones habituales. Era un mensaje sólo para mí, una señal
personalizada. Todo lo que había hecho hasta ese momento eran
preparativos para ese cambio. Algunos pensaron que la beca misma había
sido un error, pero si no la hubiera obtenido tal vez no habría estado
en Boston. Y si no hubiera estado trabajando en el laboratorio del
endocrinólogo, tal vez no habría visto ese anuncio y nunca hubiera
escuchado el llamado de mi corazón. Tuvieron que ocurrir muchas cosas
para que esta parte de mi vida se desarrollara como lo ha hecho”.
Es sólo un fragmento de la historia de un hombre que ha
revolucionado el campo de la salud desde una perspectiva amplia y sin
complejos. Pero explica claramente cómo podemos participar en la creación de nuestra propia vida, en el entendimiento de que hay un mundo que trasciende los sentidos y podemos llamar “el mundo del alma”.