Dibujando la vida

Un ejercicio de autoconocimiento

Davinia Lacht.
Escritora

Cómo cambiaría nuestra vida si el miedo no interfiriera, si nos dejáramos llevar de forma espontánea por las conexiones a nivel más profundo? Obviando proyecciones, ignorando lo que la cabeza nos dice que podría ser o lo que la persona que tenemos delante podría creer que podría ser; y así la cosa podría enredarse en un bucle insaciable.

En la clase de Fundamentos del Dibujo del grado de Bellas Artes hemos estado trabajando recientemente en una serie de autorretratos, todos ellos a partir de la misma fotografía de cada cual. Los tres primeros autorretratos eran muy sencillos, sintéticos, con el fin de ir encontrando las proporciones adecuadas a partir de unas líneas. El primero de los autorretratos lo hicimos trazando líneas esquemáticas, rectas, sin ningún tipo de curvatura. En el segundo teníamos que emplear lo que se denominaría línea sensible, con la cual ya se empiezan a plasmar curvaturas más fieles a las de la imagen. En el tercer autorretrato trazamos líneas con un grosor variable que dejaba entrever la profundidad de cada parte y otros valores.

Es curioso esto de dibujar retratos: las partes de la cara podrían no encajar, puede que un ojo te quede demasiado grande, que las distancias no sean proporcionales o que, superadas todas las barreras de las formas, no sepas ver las sombras y los contrastes de luz con fidelidad, por lo que el rostro podría quedar con demasiada poca profundidad, plano y, a fin de cuentas, raro.

¿Por qué sucede todo esto? ¿Acaso no tenemos frente a nosotros la fotografía, de manera que solo tenemos que verla en plenitud para detectar con objetividad cada uno de los rasgos del rostro? ¿No se trataría de plasmar, sin más, la información que vemos?

¡Qué fácil sería todo si tuviéramos ojos para ver y oídos para oír! Qué sencillo sería todo si aprendiéramos a ver sin que interfiera el pensamiento, sin que caigamos en las malas pasadas que nos juegan los sentidos y en las presuposiciones que nos llevan a dar cierta forma a un ojo en lugar de ver lo que es y dibujar lo que vemos, sin más.

¿Por qué comparto todo esto? Porque es inevitable darse cuenta de cómo influye la capacidad de mirar con plenitud y objetividad (sin que interfiera el pensamiento, sin que interfiera el condicionamiento de cómo creemos que son las cosas) para poder tener una imagen real de cada situación que vivimos. Cuando tienes la fotografía frente a ti y la observas con atención, empiezas a darte cuenta de que las formas se disuelven: no hay líneas, no hay un punto específico donde empiezan nariz o boca, sino que se trata de diferentes tonalidades y luces que componen un todo, sin separación. Si empiezas a poner nombres como esto es una nariz o esto es una boca, la mente empieza a interferir y presupone la forma que tendrán boca o nariz, de manera que tratarás de dibujar imágenes predefinidas que tenías de la boca o la nariz (muy a menudo, aquellas que aprendiste en la infancia) en lugar de limitarte a plasmar la intensidad correspondiente de las sombras que conducirá, de forma inevitable, a la armonía de un conjunto en lugar de a un montón de partes independientes.

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Veamos el símil: en el momento en que etiqueto las circunstancias de la vida, o las personas que me rodean, determinando qué o cómo son, definiéndolas como buenas o malas, como amables o bordes, pierdo la capacidad de contemplarlas con plenitud y verlas por lo que son, no por lo que dicta el pensamiento, no a través de patrones del pasado. Mirar sin filtros permite que la vida se exprese a su voluntad.

De la misma manera, el símil de dibujar cada parte del rostro de manera independiente, partiendo de la separación, sería reflejo de cómo tan a menudo nos consideramos seres independientes los unos de otros, separados, ajenos en la existencia, lo cual conduce de forma inevitable a un choque entre las partes y una ausencia total de armonía.

Seguía dibujando mi rostro, ya introduciendo luces y sombras y mayor realismo en un cuarto retrato.

Cuando perdemos la objetividad en el dibujo, al igual que al contemplar la vida, todo se desfigura. ¿Qué imagen tienes de ti mismo? ¿Qué sucedería si te pusieras a dibujarte? ¿Sabes verte con objetividad, sin juicios, tal y como eres en un conjunto de luces y sombras y sin etiquetas? ¿O interfiere tanto la mente para interpretar quién eres, que creas una imagen distorsionada de ti? ¿Sabemos vernos, a nosotros mismos y a los demás, por lo que somos, sin juicios? ¿O los juicios de nuestra mente trastornan la realidad? Me atrevería a decir que este ejercicio de autorretratarse está siendo más que un ejercicio de dibujo, un ejercicio de autoconocimiento. Todo apunta a cómo, en el momento en que me descuido, dejo de ver con claridad la imagen que tengo frente a mí y se pierde toda armonía. En el momento en que interpreto la fotografía en lugar de verla tal y como es, aceptarla tal y como es, todo se distorsiona.

Siempre he tenido cierta resistencia a las clases de dibujo objetivo (vamos, realista) porque mi mayor ilusión era aprender a pintar, jugar con los colores, plasmar las cosas como las veía en lugar de como son, exaltando la belleza que a menudo no es tan evidente a los ojos. No obstante, tras tanto autorretrato (y los que faltan) y tras escribir estas reflexiones, no me cabe duda de que es una asignatura buena para la salud: invita a ver la vida tal y como es sin que interfieran los bueno y malo, grande y pequeño, gordo y flaco; invita a limitarse a lo que uno ve, sin juzgar, sin etiquetar, consciente de cuánto perturba la realidad el filtro de la mente. La gracia del dibujo objetivo es que esa deformidad se ve enseguida.

Puede que uno solo esté capacitado para ver la grandiosidad interior tras trascender todo juicio e interpretación de lo exterior.
Vaya, como la vida misma.

“Lecciones del monasterio”, el primer libro de Davinia Lacht, está disponible en la Librería Paulinas de Valencia (Plaza de la Reina 2, Valencia), en Amazon y en su web davinialacht.com



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