Jesús de Nazaret nos ofrece una hermosa y potentísima parábola, la del Hijo Pródigo, de la que conviene recordar cuáles son sus protagonistas fundamentales. Son tres y cada uno de ellos juega un papel muy importante. Por un lado, el hijo que se va de la casa, de ahí lo de pródigo, y un padre a quien el primero le dice: “Padre, dame mi parte de la herencia que me quiero ir; quiero vivir mi vida, tener experiencias, fuera de aquí, lejos”.
El padre, sin hacerle preguntas, tampoco comentarios peyorativos o juicio alguno, le entrega la parte que le corresponde de la herencia. Y el hijo se va.
El tercer protagonista es otro hijo, el mayor. Su protagonismo aparecerá al final de la parábola, pero tiene mucho peso y conlleva una lección consciencial y espiritual muy significativa.
El argumento empieza cuando el hijo pródigo se marcha tras haber recibido de su padre la parte de la herencia que le corresponde, como dijimos sin reproche alguno.
El hijo pródigo vive experiencias múltiples. Como todo ser humano, busca la felicidad, pero la busca afuera: en los placeres, la riqueza, las experiencias de bienestar, las que nos resultan agradables, etcétera.
Inmerso en ese mundo de materia, de apariencia, poco a poco el dinero se le va acabando y derrocha la herencia. Su vida deja de tener esos enganches al mundo material porque empiezan a faltar los recursos.
Así comienza a vivir otro tipo de experiencias, más dolorosas, más sufridas, que van llevándolo por una noche oscura que lo conducen a replantearse cosas. Lo sabemos por experiencia propia, cuando nos alcanzan noches de sufrimiento, nos preguntamos cosas que hasta ese momento no habíamos pensado. Buscamos a personas que antes no hubiéramos buscado, o leemos libros o vemos películas que nunca hubiéramos leído o visto.
El hijo pródigo empieza a hacerse ese replanteamiento y en un momento dado decide volver a casa. Es una metáfora preciosa: el regreso al hogar. Es decir, el padre representa la divinidad más pura, es nuestro auténtico hogar.
En este plano material nos olvidamos de lo que somos y vivimos el Gran Olvido. El hijo pródigo está metido en ese gran olvido durante mucho tiempo, pero en un momento determinado las circunstancias de noches oscuras lo empujan a una vuelta al hogar, lo cual también significa una paulatina recuperación de la memoria.
En el momento que el hijo pródigo toma esa decisión se producen algunos hechos que son muy emotivos, enormemente hermosos. Lo primero es que la parábola dice “… Y el padre lo estaba esperando”.
Al padre no tienen que avisarle que su hijo está regresando y el hijo tampoco necesita hacerlo con el padre. El padre siempre está esperando. La divinidad, que está en todo y en nosotros, siempre está esperando. Como cuando le dio la parte de la herencia, no hace juicio alguno. No hay ningún reproche porque forma parte de la dinámica lógica de la consciencia: apartamiento, olvido y retorno al hogar.
El padre lo abraza y le expresa todo su amor. Como expresión de su felicidad, organiza un banquete de celebración por el regreso de su hijo.
Aquí aparece el tercer protagonista: el hijo mayor. Al regresar del campo las personas que trabajan con él le dicen que su hermano ha vuelto y el padre ha dispuesto un banquete para festejarlo.
El hijo mayor se enfada y aparece claramente, aunque la parábola no lo denomina así, el ego. Ese ego que dice: “Pero padre, a mí, que estoy aquí permanentemente, no me has hecho nunca una fiesta, y a mi hermano, que se fue y ha dilapidado la herencia, le organizas una celebración. Esto no es justo, no estoy de acuerdo”. Y se niega a participar de la recepción.
Lo que nos está reflejando esta narración es que el padre es la divinidad siempre abierta, donde nunca hay juicio ni reproche. Es nuestra casa que siempre tiene las puertas abiertas de par en par.
El hijo pródigo es la experiencia que mayoritariamente vivimos las almas encarnadas en el plano humano, de alejamiento y paulatino retorno por las propias experiencias de la vida, las que posibilitan que vaya saliendo de nosotros una consciencia que se ha plasmado, manifestado, por la vida misma.
Es como si el hijo pródigo tuviera una inocencia consciente en su interior que tenía que madurar a través de la experiencia. Cuando vuelve, el hijo pródigo tiene la misma consciencia pero expandida por la plasmación de la vida.
La madre Teresa de Calcuta llamó esta experiencia la del “amor contra resistencia”. El amor incondicional. Todos somos amor, pero cuando estamos en el contexto de esta vida física, material, la práctica del amor se hace muy difícil. Desde luego, si en este contexto de baja densidad aparece ese amor, un amor contra resistencia, somos capaces de plasmarlo con el viento en contra, en cualquier escenario y situación.
Es así como el hijo pródigo vuelve al hogar y a los brazos del padre.
El hermano mayor personifica la falsa espiritualidad o religiosidad, la transformación de la espiritualidad en dogmas, ritos, cultos, convenciones, que no se integran en el ser humano.
¿El hermano que había vivido junto al padre aprendió algo de él?, ¿extrajo algo del padre? Porque ese padre es amor… ¿lo puso de manifiesto en su comportamiento con el hijo pródigo? A la vista está que no porque le sale un ego que protesta y está disconforme porque el padre celebra la venida de su hijo.
El hijo mayor, estando junto al padre, es puramente un estar aparente. No está aprendiendo, no saca jugo de esa experiencia, de lo contrario también estaría lleno de amor y festejaría la llegada de su hermano.
Este hijo mayor demuestra esa religiosidad hueca en la que es fácil caer y en la que tantos seres humanos han caído. Esa religiosidad de simplemente decir yo voy a no sé qué culto, practico este rito… pero realmente es algo seco, sin sustancia, que no está transformando, impregnando.
Las experiencias del hijo pródigo sí lo impregnan para que la consciencia retorne a él y se expanda. Las experiencias que está viviendo al hijo mayor no le sirven para nada.
La parábola termina con un gran interrogante: ¿el hijo mayor participa del banquete o no? La pregunta queda ahí, el padre le insiste al hijo mayor que entre y no sabemos si realmente lo hace, si se une o no a la celebración. Pero creo que ambos hijos definen muy bien dos comportamientos típicos que abundan en el sendero espiritual, y la parábola se decanta clarísimamente por vivir las experiencias.
Un maestro hindú decía que en el camino espiritual “más vale pecar por exceso que por defecto”. ¡Vive la vida! A la vida hay que exprimirla, saborearla. No tengas miedo, atrévete, porque si te quedas parado, pecando de defecto, no vivirás, y si no lo haces, no tendrás la expansión de la consciencia, la recuperación de la memoria y no podrás sacarle todo el jugo a lo que la existencia humana conlleva y permite.
Es una parábola preciosísima, maravillosa, como tantas que nos brindó Jesús de Nazaret. Pero no se le saca la lección de vida y de consciencia tan importante que tiene.
Si quieres ver el vídeo con Emilio Carrillo, aquí lo tienes.