Se dice que los materiales poseen energía y que el contacto con ellos, como en el caso de determinados cristales de cuarzo, pueden provocar cambios en la vibración que se observa en las personas, incluso llegando a influir positivamente en procesos curativos. Del mismo modo, se sabe que algunas figuras, imágenes y colores provocan efectos a nivel psicológico.
En este tema, las estampas religiosas y otros objetos tales como cadenas con cruces, estrellas de David y demás, recuerdan y refuerzan determinadas creencias espirituales. Pero el problema empieza cuando la mayoría de estos elementos se convierten en amuletos y se les da más poder del que en realidad tienen o pretenden tener.
Hay quienes se sienten indefensos sin su cruz, la estampita de su santo protector, su cristal preferido o cualquier otro talismán preferido. El amuleto pasa a ser en sí mismo la divinidad, con lo cual se delimita la presencia divina en ese objeto. Todo ello y a pesar de que desde la misma creencia se afirma que Dios es omnipresente: está aquí, allá y en todas partes.
La cuestión es lo que ocurre cuando el amuleto se extravía o rompe, y a menudo esto se interpreta como un augurio de que algo malo va a suceder.
Esta idea nace en la creencia de que la persona se halla sin su amparo y que, como consecuencia, las energías negativas pueden afectarla. De esta manera, cocrea su propia desdicha pues vivimos en un universo mental. “Todo lo que creemos se hace realidad”.
Entonces, ¿por qué no creer entonces que el mejor amuleto con el que contamos es nuestra naturaleza divina? Nadie ni nada puede quitar lo que somos en verdad. Sin embargo, para ello primeramente hay que conocerse a sí mismo.