Laureano Castro
Universidad Nacional de Educación a Distancia
Miguel Ángel Castro Nogueira
Universidad Internacional de La Rioja
Miguel Angel Toro Ibáñez
Universidad Politécnica de Madrid
La dana que el pasado octubre asoló el levante español, causando 227 víctimas mortales y 11 desaparecidos, así como cuantiosos daños materiales, dejó también acciones conmovedoras de muchas personas que ayudaron a sus vecinos, poniendo en riesgo a veces su propia vida.
La imagen de miles de personas cruzando los puentes que conectan a la ciudad de Valencia con los municipios afectados para llevar suministros y ayudar en las labores de limpieza resulta un ejemplo impactante de la solidaridad que a menudo exhibimos los seres humanos.
¿Cuál es el origen de estos comportamientos? ¿Por qué nos resultan admirables y conmovedores? La biología evolutiva puede arrojar luz sobre esta cuestión.
El altruismo en animales
El comportamiento altruista y la cooperación son frecuentes entre los seres humanos. Pudiera parecer que ello es una consecuencia necesaria de nuestro exclusivo sentido moral, pero la cuestión es algo más compleja.
La ayuda al prójimo no es exclusiva de nuestra especie. Muchos organismos se comportan de manera que contribuyen a aumentar la eficacia biológica de sus congéneres, es decir, su supervivencia y su éxito reproductivo.
Hay dos formas de alcanzar ese objetivo: disminuyendo la eficacia propia, lo que en biología evolutiva se conoce como comportamiento altruista, o incrementando también la suya, de manera que el resultado es un beneficio mutuo.
El cuidado parental en muchas aves y mamíferos, el sacrificio de las madres pulpo que incuban su puesta de huevos hasta que eclosionan, lo que termina por acarrear su muerte, o la ultrasocialidad de los insectos sociales y de las ratas topo desnudas son ejemplo de lo primero.
La compartición de alimento entre murciélagos vampiros, la limpieza y acicalamiento mutuo en primates o las coaliciones de dos machos papiones para burlar al macho dominante y acceder a las hembras son ejemplo de lo segundo.
En animales, la mayor parte de estos comportamientos poseen una base biológica de tipo hormonal y neurológica, ampliamente estudiada en algunas especies. En algunos casos concretos se ha podido identificar también una base genética.
Desde una perspectiva teórica, se han descrito diferentes mecanismos que pueden dar cuenta de la evolución de estos genes que predisponen al altruismo. Causas como la similitud genética debida al parentesco, la reciprocidad en el comportamiento altruista y, en determinadas ocasiones, la selección entre grupos, pueden explicar su propagación.
En cada caso, los genes que promueven comportamientos altruistas incrementan su frecuencia y se extienden en la población porque la posible pérdida de eficacia que producen en sus portadores se compensa por el hecho de que los que se benefician del altruismo son, en promedio, también portadores de los mismos. Los genes altruistas son, en la metáfora que popularizó Richard Dawkins, genes egoístas que logran beneficiarse a sí mismos.
El altruismo humano
En los seres humanos tanto la conducta altruista como los factores que la determinan son mucho más complejos. La supuesta base biológica de esos comportamientos se ha relacionado con la acción de determinadas hormonas, como oxitocina, vasopresina, dopamina o serotonina, y con la activación de determinadas áreas cerebrales y la presencia de neuronas espejo, que facilitan la imitación y la empatía.
Las posibles predisposiciones genéticas detrás de dichos comportamientos están moldeadas por nuestra evolución como organismos culturales. La evolución ha favorecido la flexibilidad conductual y nuestra dependencia del aprendizaje social. No sólo aprendemos culturalmente qué cosas hacer y cómo hacerlas, promoviendo una exitosa y muy adaptativa acumulación de conocimientos tecnológicos, sino también innumerables prácticas, creencias, normas e instituciones que modelan el comportamiento de los individuos en cada cultura.
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Siguen siendo importantes, al igual que en los demás primates, los comportamientos altruistas de ayuda a parientes y de reciprocidad directa entre individuos allegados, pero las distintas tradiciones culturales contribuyen a configurar una expresión singular de estas disposiciones en cada sociedad.
Además, en la evolución humana ha sido fundamental la cooperación para beneficio mutuo, en la que los individuos son capaces de coordinar sus acciones para conseguir un resultado más beneficioso que el que obtendrían por separado y lo hacen en grupos cada vez más grandes de individuos no emparentados.
Para que esto haya sido posible, nuestra estructura cognitiva ha conseguido atenuar el impacto de la conducta de los individuos que no contribuyen a las acciones cooperativas. Esto se ha logrado mediante dos mecanismos básicos: la reputación favorable de los que colaboran y el castigo a los que no lo hacen. La moralidad y la psicología normativa han favorecido en cada sociedad la adopción de normas que regulan y promueven la cooperación.
Somos altruistas psicológicos
Se ha discutido mucho a nivel teórico sobre el mecanismo psicológico que hace posible la ayuda al prójimo. En principio, podría haber dos tipos de mecanismos que conduzcan a comportarnos de manera altruista. Bien mediante el desarrollo de una mente maquiavélica egoísta que considera los costes de comportarse de manera altruista como una inversión que debe reportar beneficios propios a largo plazo. O bien mediante una mente ambivalente que, junto a sentimientos egoístas que promueven el bienestar propio, está provista también de sentimientos genuinamente altruistas que nos permiten empatizar con nuestros congéneres y prestarles ayuda de buen grado.
Existe un cierto consenso en que los seres humanos constituimos una especie en la que las dos tendencias –amor y odio, altruismo y egoísmo– se hallan presentes. Somos capaces de desarrollar sentimientos de auténtica empatía hacia otros seres humanos, aunque entre los factores que los disparan ocupen un lugar preferente las personas con las que tenemos una relación más intensa, normalmente nuestros familiares y amigos.
A esto hay que añadir diversos factores desencadenantes como la observación directa del sufrimiento humano –como en una catástrofe natural–, las creencias políticas y religiosas, el tribalismo identitario o las normas sociales, por citar solo algunos.
Cuando conocemos comportamientos altruistas como la donación de un riñón, o tenemos noticias de actos de heroísmo de gente que pierde su vida tratando de salvar a otras personas, es inevitable experimentar un sentimiento de profunda admiración hacia las personas que se comportan así. Nuestros frenos egoístas hacen que para la mayor parte de las personas sea difícil actuar de ese modo y valoramos por ello a los que sí lo logran.
En una escala diferente, la imagen de miles de voluntarios, tratando de ayudar a gentes que no conocen directamente, genera también sentimientos de empatía y admiración hacia su conducta. Y eso, a pesar de que, como alertan los defensores del altruismo eficaz, las acciones espontáneas y poco meditadas no siempre son la mejor forma de colaborar.
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation.