Adolfo Ordóñez.
Doctor en matemáticas
Deberíamos completar nuestros aprendizajes, tanto por maduración como por ensayo-error, tal como hacen los niños. Si alguien se arroja desde el sitio equivocado, se dará contra el suelo. Y si por ello resultara lesionado, ¿acaso diríamos que se debió a un “castigo divino”? Es él mismo el que debe aprender acerca de la ley de la gravedad, para lo cual ha sido dotado con todo el equipo necesario.
Pues bien, del mismo modo que tenemos que aprender sobre la ley de gravitación, y tener “temor” o cuidado con ella, para no lastimarnos, hemos de aprender sobre otras leyes “más sutiles” que hay en este universo y de las cuales depende el bienestar, o la desdicha y la infelicidad, tanto propia como la de quienes nos rodean.
De esto trata la Cábala, de informarnos sobre estas leyes fundamentales del vivir, por eso se trabaja con el Árbol de la Vida. La Cábala es una propuesta de acción bien concreta, un misticismo del aquí y ahora, que es lo único que nos puede salvar de la “locura existencial”: la comprensión de las leyes que están en juego y la inteligente respuesta a estas leyes.
Ocuparse de “recibir” trae naturalmente implicada la noción complementaria de “dar”. En efecto, son dos formas de la voluntad-deseo. (Aunque sea posible hacer una distinción entre deseo y voluntad, aquí por conveniencia, vamos a emplear ambos términos como si fueran sinónimos).
Hay entonces un deseo de dar y un deseo de recibir. Voluntad-deseo se dice ratzón en hebreo, y hay un dicho judío que dice: “Si uno permuta la voluntad, se transforma en un canal”. Y efectivamente, la palabra “canal” en hebreo se dice tzinor, formada por las mismas letras hebreas que la palabra “voluntad”, pero permutadas. Son las mismas porque la que parece diferente es la nun, que sería la letra “n” del hebreo. Esto ocurre con cinco letras hebreas, que cuando están en posición final, se les cambia un poco la forma. La razón es muy profunda, pero tiene que ver –por citar lo más trivial– con que tenemos cinco Libros del Pentateuco, cinco dedos “al final” de las manos y de los pies, y cinco sentidos físicos dirigidos “hacia el exterior” del alma, cinco “niveles” –los cinco elementos– en el mundo y en el alma, etcétera.
Vayan notando cómo las letras hebreas de algún modo representan todo lo que ocurre en el universo (olám) o “macrocosmos”, y en el hombre, que es un “microcosmos” (olám catán).
Un canal es una buena representación simbólica de la idea del dar, del recibir para dar. Porque eso es lo que hace un canal: recibe por una punta y por la otra da, transmite. Y ésta es la función que, según la Cábala, tiene que tener el hombre: ser un canal transmisor de la luz. Y lo que en cambio vemos –en general– que hace el hombre es recibir sólo para sí. Desea la luz para sí, no para compartirla, y esto es justo lo que llamamos egoísmo. El egoísmo es deseo de recibir sólo para sí.
Observen además que, si hemos de juzgar por su “impenetrabilidad”, como dijo una vez un rabino: “El ego humano es lo más material que existe en el universo”.
El físico Wolfgang Pauli fue quien estableció la justificación cuántica de la impenetrabilidad de la materia con su célebre Principio de Exclusión. Lo que quiere decir, en resumidas cuentas, es que no se puede atravesar la materia, porque dos o más partículas como los electrones o los protones, no pueden estar en el mismo estado cuántico. Entonces, si la impenetrabilidad es típica de la materia, ¿conocen ustedes algo más impenetrable que el ego humano?
Podemos agregar otra “prueba” de la materialidad del ego humano: es lo más inerte que hay, le cuesta muchísimo iniciar algo nuevo, y una vez que lo inició le cuesta muchísimo parar, dejar de hacerlo, se transforma en un hábito. Y eso es la inercia, otra de las propiedades básicas de la materia. ¿Por qué no cambia la gente de manera de pensar? Pues porque sigue cristalizada, siempre pensando lo mismo.
Pero entonces, si estos procesos mentales tienen inercia, están revelando que hay una materialidad en juego, que el proceso del pensar por lo menos tiene un considerable sustrato material, independientemente del “sustrato espiritual” que también pueda haber allí implicado.